El
patizambo
Si
hay algo que destacaría de El Patizambo, es su ternura, no puedo deshacerme de
ella cuando contemplo esta imagen y el muchacho se queda clavado en mi memoria.
Me convierto en un ser baboso, afectado y conmovido. Odio encontrarme así,
pienso que muestro mi debilidad, mi transparencia, mi sensibilidad. En cambio
eso es lo que adoro de ella: su capacidad para apasionarse, para emocionarse
con este tipo de cosas: con la belleza, con el arte. Supongo que esta forma de
ver la cosas vienen dada por mi educación, no obstante, soy capaz de apreciar
la grandeza de la obra de Ribera, quien tan maravillosamente nos descubre la beldad
de una persona aparentemente FEA, ahí reside la magia y el encanto de esa pintura. El Patizambo se
nos muestra de forma monumental por el punto de vista desde el que está tomada
la imagen y para mí, eso es lo más
atrayente de esta obra, quizás porque yo también soy “un patizambo” y tengo
necesidad de ser reconocido, no consolado.
.ÉL.
Pasas por el lugar donde hay más
japoneses que en Tokio dejando atrás muchas obras maestras en la Gran Galería;
al final, a la derecha, bajas unos escalones y allí, tal vez cuando cansada ya
no esperas nada, te desarma su mirada, pues no sólo te ha cogido por sorpresa,
sino que de inmediato te sientes inundada por una sensación de simpática
compasión (sí, querido Él, son sinónimos y lo sé): desde sus ojos hasta tu
corazón sube una marea de belleza que puede inundarte hasta hacer derramar
lágrimas de alegría. Es una muestra evidente, una prueba: la dignidad no es un
invento burgués; pero ¿en qué consiste ahí la dignidad? En lo netamente humano:
una belleza transfigurada. “Dame limosna por el amor de Dios” pone en latín el
cartelito que nuestro patizambo lleva en la mano (y que era la autorización
imprescindible para pedir en Nápoles; podríamos imaginar un tráfico de
cartelitos y quizás a Él le diera por pensar en la Mafia expidiendo autorizaciones). Sin embargo, no está pidiendo, aunque es un
por-Dios-ero. ¿Cómo puede serlo? Porque en su realidad dura nos entrega la
gloria de Dios, su belleza. Ribera nos enseña a mirar mirándonos: ha puesto al descubierto
el ser de lo real. El chiquillo es feliz y nada necesita fuera de nuestra
mirada. Todos necesitamos la mirada del otro, pues mirar es reconocer el
rostro. Él lo sabe perfectamente, porque su belleza hace presente una felicidad
difícilmente expresable con palabras; pero yo, a diferencia de Él, necesito ser
consolada, pues creo que todos llevamos abierta, pero oculta, la herida de
nuestra finitud. El patizambo, como
Él, me encanta porque me transfigura con su belleza.
.ELLA.
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