jueves, 26 de julio de 2012

Twombly


Otoño



El otoño es mi estación predilecta. Justo cuando la luz agoniza, los colores de la naturaleza se hacen más penetrantes y decisivos. Le debo a Él haberme detenido en las obras de Cy Twombly: nunca le estaré suficientemente agradecida por haberme hecho participar en esta increíble explosión de color, porque eso es en buena medida ese pintor nacido en el Nuevo Mundo, pero que quiso ser italiano y lo fue por su amor al color. En eso Miguel Ángel, hablando de los pintores de Flandes, tenía una pizca de razón, aunque hoy nos parezca mezquino. Podría hablar de la serie para ubicar el Autunno, pero eso no añadiría mucho. Podría decir que el pintor realizó la obra en los últimos años de su vida (pues nació en 1928 y la serie fue realizada en la primera mitad de los años noventa). Cierto: el mundo estaba cambiando y lo que Tombly había visto en su juventud y madurez se diluía en el torbellino de la historia. Sin embargo, este cuadro me habla de otra cosa: de mi vida. Me dice que no basta con estar: hay que colorear la existencia. Las manchas de color, el goteo—muy expresionista sin duda—, el fondo blanco y los chorreos, todo contribuye a transmitirme una noticia buena: el otoño de la existencia no es gris, sino una explosión de color. Y quizás me he equivocado siempre, pienso ahora, al hablar de las estaciones: pues el invierno puede ser la infancia con menos colores, aunque con más contrastes y, así, nuestra existencia se va llenando de luz en la juventud, se agosta en el verano y renace espléndida de color en otoño. Todo cambia y el cambio, me susurra Twombly, es para ganar en luz. Sólo quien no tiene nada que buscar puede permanecer idéntico; pero yo sigo buscando y quiero para mí ese entusiasmo de esta luz otoñal que no habla de ocaso ni de final, sino de plenitud, de una promesa de felicidad: viene y debo salir a buscarla. Eso es el otoño.

.ELLA.




“Las hojas caen, caen desde muy lejos/como mustiadas en el cielo, en remotos/jardines, caen: como un ademán de rechazo” esto versos de Rilke son como la obra de Twombly hojas cayendo de un sitio a otro, unas más altas, otras más bajas pero todas simbolizando el rechazo de ella y curiosamente todas están en el cielo como dice el poeta. Amo esta pintura perteneciente a una serie de las Estaciones: mi preferido es este, el Otoño ¿quizás porque me recreo en su rechazo? Porque “lo que vemos es lo que pensamos”*, su rechazo tiene un color entre granate y morado, por eso me quedo extasiado porque veo la belleza de un atardecer que se va apagando, siento el dolor una herida sangrando en el costado, me conmuevo ante la sangre que cae como esas hojas tardías y también me deslumbro  ante la aureola de esperanza que tiñe el cuadro “no obstante, hay alguien que detiene esas caídas/con infinita dulzura entre sus manos”.

*Wallace Stevens

.ÉL.

lunes, 16 de julio de 2012

Tormenta de nieve


Tormenta de nieve




Yo nunca me he embarcado. Nunca he estado en el mar. Ella siempre me cuenta sus veranos en los barcos, su deslumbramiento con el color del mar: una veces azul inmenso, otras verde intenso y hasta gris desasosegante; como en esta imagen. A mí siempre me ha dado miedo el mar: su violencia, su profundidad, su inestabilidad; ella, en cambio, lo ama. Seguramente eso es lo que nos hace sentir la misma atracción por esta obra de arte, nuestros puntos de vista diferente. Coincidimos posiblemente en la admiración por el artista pero nuestra debilidad ante esta maravilla también es diferente: atracción y pavor; posiblemente por eso estamos juntos. Por eso y porque nuestros encuentros son como esta imagen: verdaderas tormentas. Los sentimientos se desbocan y las sensaciones se acumulan en cada centímetro de piel, como si estuviéramos en esa misma tormenta, de la que no sabemos si saldremos vivos o muertos. Nuestro amor es como una tormenta.

.ÉL.


Quizás mi amor sea una tormenta, pero el suyo es como una brisa refrescante que llega al atardecer desde la mar. Y esto sí nos diferencia, porque yo hablo de la mar en femenino, quizás por la conozco, y él, en masculino. Aún no sabe nadar. He oído decir que Turner se hizo atar al mástil de un barco para dibujar la tormenta de nieve. Hubo otros pintores que lo hicieron también y durante una época parece ser que la locura encantadora de algunos artistas los llevaba a hacerse a la mar justo cuando empezaba la tormenta para captar sensaciones y observar a la mar embravecida.  Me asombra que con una paleta de colores tan reducida Turner haya conseguido tal variedad, pues los grises, maravillosos, parecen enroscarse para dar mayor profundidad a la obra. Los dos toques de amarillo—más bien un dorado como el de las piedras de París al atardecer—bastan para deslumbrar a cualquiera. Él sabe que a Turner le gustaba jugar con los colores y a veces hemos recordado juntos la deliciosa anécdota de la exposición de 1832 en la Royal Academy. Es verdad: en los colores podemos percibir que ha estado Turner y ha disparado un cañón. La violencia de esta tormenta de nieve, con sus líneas rectas y sus afilados dientes, es una bella ilustración de la existencia: estamos a merced de fuerzas que nos superan. Él lo ha dicho, pero no me ha identificado con ese barco, casi a la deriva, perdida, a punto de convertirse en un pecio, sacudido por la fuerza de su amor, de una terrible belleza que conmueve. Son su amor y su belleza.

.ELLA. 

martes, 10 de julio de 2012

No sé cómo titular esta entrada (Él)


                                                       La Chambre à Arles



Nunca he estado en la habitación de un pintor y no ha sido por falta de curiosidad, sino de oportunidad, pues cuando era posible, no era oportuno, y cuando era oportuno, no era posible. Cosas de la vida. Por eso este cuadro de Vincent van Gogh me llamó siempre la atención: nunca pensé que el dormitorio de un artista estuviese tan ordenado. El de Él, desde luego, no lo está. No sé, sin embargo, cuál de las tres versiones de la obra me impacta más. Quizás la primera. En todas hay algo de monacal, austero y esa luz limpia de las alturas que no se ve, pero que nos permite ver, consigue un ambiente sosegado, ideal para sentarse—en una de las sillas, no en la cama tan bien hecha—y pensar. Sin duda, van Gogh sufrió: Él no se fijará, porque no suele prestar atención a los detalles, pero el sombrero que cuelga de la percha se ha ido haciendo más tortuoso con el paso de los años: ha pasado de ser un sencillo canotier a ser el sombrero de un campesino, usado y retorcido. Quizás el sombrero nos diga una palabra silenciosa sobre el alma del pintor. De la misma manera, a medida que han pasado los años todo parece haberse hecho más amarillo, más chillón, en la habitación y el clima de sosiego de la primera versión se convirtió en un entorno más agresivo, si ésta es la palabra adecuada. Se me ocurre pensar que la vida a veces nos hace daño y que es necesario un gran corazón para seguir amándola como al principio. Creo que van Gogh lo tuvo.

.ELLA.





Tengo que salir de aquí. Necesito salir de aquí. No aguanto más: esta soledad, esta austeridad, este lugar que me hace volverme loco. Sí, creo que estoy loco, en una misma habitación descubro tres diferentes. Una más azul y más verde parece que me ayuda a descansar, a soñar; la otra más amarilla me exalta profundamente, la última mucho más pequeña  me angustia terriblemente.  En ninguna (aunque son la misma) puedo ser feliz, preciso un espacio abierto, que mi mente se expanda, aire quiero aire. Cierro los ojos, estoy en la habitación azul: si pudiera escaparme, me imagino en un enorme campo de trigo amarillo, entero para mí, para revolcarme por la tierra y poder diluirme en la naturaleza, hacerme uno con ella. ¿Es un sueño? Soy yo, puedo seguir adelante y todos mis anhelos se cumplirán. Abro los ojos, estoy en la habitación pequeña, no quepo en mí.
.ÉL.